Hijos de las sombras

miércoles, 16 de junio de 2010

LA CRÍTICA. (SEGUNDAS OPORTUNIDADES) SEGUNDA PARTE.


En la película, la discusión va subiendo de tono y termina con una botella de vino hecha añicos contra el suelo. El vino, espeso y viscoso, empapa los pies del niño que huye de la cocina a través de un largo pasillo, para ir a refugiarse entre las faldas de una mesa camilla. Le vemos rebuscar entre una caja de cartón de la que saca unos cuantos comics de superhéroes de la Marvel para sumergirse en su lectura, al mismo tiempo en que gruesas lágrimas corretean por su mejilla para ir a fundirse con la tinta del comic, y transformar las estaticas viñetas en las escenas oníricas del colorado movimiento, que protagonizan las ajustadas mallas que el niño ha usurpado a su héroe favorito, el Capitán Heroína. Rollo psicodelico surgido, probablemente de un mal viaje, de un guionista de recurso fácil y escaso de imaginación. A continuación, vemos unas alas brotar de la espalda del chico, que éste extiende para volar lejos de allí, posiblemente a un lugar mejor, más allá de gritos, de insultos y de una infancia que solo existe en las viñetas de su imaginación, muy lejos de cualquier lugar.

Finalmente el niño, rendido y agotados los sueños, se queda dormido para despertar como adulto con la película quince años desplazada en el tiempo.
Aparece la misma cocina, la misma pareja envejecida discutiendo, la misma marca de vino sobre la mesa… nada parece haber cambiado, todo sigue igual excepto el niño-hombre que de nuevo come tranquilamente ajeno a la misma discusión, y que ahora ya no huye cuando la botella, inevitablemente, cae sobre el mismo suelo. Como adulto resignado, y sin decir palabra, simplemente se levanta de la mesa y sale de la cocina, ahora ya sin lágrimas, dejando a los viejos enfrascados en su discusión tan ajenos a su marcha como lo habían estado a su presencia. Los comics ya no existen, y el refugio de su imaginación finalmente ha desaparecido sustituido por nada.

Resopló de frustración. La película es insufriblemente mala. Me remuevo incomodo en la butaca, y rezo por que pase algo en la película, por pequeño que sea, que me permita presentar una crítica amable y salvar mi empleo. No tengo suerte. Mis suplicas son vanas, y mis opciones cada vez más escasas. Los minutos se vuelven fotograma a fotograma más densos. Son una sucesión interminable de tópicos del tipo chico conoce chica, se enamoran y finalmente se casan. Se ve a los recién casados sonrientes y felices, y aunque son pobres como ratas, esto no parece importarles.

Vemos al protagonista aceptar un empleo que no soporta para tratar de sacar el matrimonio adelante, y como emplea las noches para trabajar hasta altas horas de la madrugada en un proyecto propio. Es un bar. Un sueño imaginado de adulto que se propone llevar a cabo cueste lo que cueste. Poco a poco, clavo a clavo, le vemos levantar con gran esfuerzo y escasos medios el bar soñado. El sueño que ahoga la frustración y sustituye los héroes de los comics de antaño, siempre ajeno, inconsciente a esa escena paralela en la que su joven esposa llora, en la soledad de su cuarto no compartido, sustituida por cuatro tablones y un martillo.
Finalmente el protagonista consigue su objetivo, sus expectativas se ven saciadas, y el pequeño pero acogedor bar surgido de su imaginación, se convierte en exitosa realidad, la primera y última de toda una existencia de fracasos. Está ganando dinero. Al fin lo ha conseguido. Es ahora cuando puede darle a su esposa lo que ella siempre ha merecido. Su recompensa por su apoyo y todas las noches de vacío. Ya puede comprarle cosas bonitas… ropa cara, una casa propia, el sueño americano… todo lo que ella pueda desear. Se acabaron las miserias y las penalidades. Es momento de vivir, y ahora sí, empezar a ser felices. Sin embargo, desconoce que ella nunca ha buscado esa felicidad en una cartera abultada, ni en la barra de un bar o en el fondo de unos vasos vacíos, sino, simplemente a su lado, en un abrazo, una caricia o un beso sincero. Ya es tarde para comprender que el cariño, el amor… no se venden por dinero en las barras de los bares. Finalmente, un advenedizo seductor, buhonero y mercader de falsas promesas de amor, acabará arrancándola de sus brazos para acabar abandonándola a las primeras de cambio. Aunque nada de eso importe para el desarrollo de la película.

Vemos las persianas del bar bajadas y un cartel de se traspasa agitado por el viento. El protagonista mira por última vez su creación y maldice su ceguera alejándose con el único legado de un corazón destrozado y sin rastro de esas alas con las que una vez se atrevió a soñar.

Bostezo y me remuevo incomodo en mi butaca tratando de no quedarme dormido. Escenas de depresión y remordimientos cruzan los pensamientos del protagonista que trata, solo y abandonado, de amortiguar con las drogas y el alcohol en una vorágine de autodestrucción. La película no tiene ya nada más que ofrecernos y ruego por que acabe aquí. No es un final feliz. Lo sé. Pero de todas formas es mejor que esta tortura. No soy afortunado. Un nuevo giro del guión destroza mis esperanzas y alarga el sufrimiento.

Una nueva mujer aparece en la vida del protagonista y de nuevo se repite la historia. Más metraje. Más minutos de celuloide con los que dar forma a nuevas promesas, a nuevos sueños y a nuevas esperanzas con mismo desenlace: fracaso y abandono. La soledad eterna de nuestro protagonista agazapada en la penumbra de un pequeño cuarto, se abraza a él que la recibe en pie, resignado, con el torso desnudo y escasamente iluminado por los hilos de luz que se cuelan, escasos e insuficientes, para marcar el correaje del tiempo en su mortaja de piel y costillas afiladas de cuero curtido.

Vencido y agotado, el protagonista se deja caer pesadamente sobre una silla y la cámara nos muestra una mano que hasta ahora había permanecido oculta. En ella sostiene una pistola que decididamente, sin vacilar, sin una oración y sin derramar una sola lágrima, se lleva a la boca. La cámara titubea, enfoca el techo en plano subjetivo, y escuchamos, sin preámbulos ni tensión alguna, la detonación que tiñe la escayola de un collage espeso de sangre y sesos desparramados que pronto goteará viscoso y alegre hacia el suelo.

Fundido sobre negro, y la película finalmente, sin tiempo de reacción siquiera para pensar en lo que acabamos de ver, finaliza, tan brusca y tosca como el suicidio del protagonista. Se encienden las luces de la sala y observo atónito la osadía de los títulos de crédito sin atreverme anotar ningún nombre de los culpables de semejante despropósito. ¿Para qué? Si total estoy jodido. Ni siquiera la mismísima Madre Teresa sería capaz de ser benevolente con este bodrio. Necesito un milagro, un poco de esa suerte que siempre se me ha negado. Algo, no sé el qué, pero algo. De repente acude a mi recuerdo, como una gota de esperanza, el brillo de esa lágrima que corría por la mejilla de aquella mujer increíble. Podría hablar con ella. Explicarle mi situación y tal vez invitarla a tomar una copa. ¿Por qué no? ¿Acaso es tanto fantasear?
¿No es posible que un segundo punto de vista, nacido de una personalidad más sensible que la mía, haya sido capaz de ver algo que a mí se me escapa? Me formulo esta pregunta y me atrevo incluso a imaginarme algo más impertinente. Quién sabe si tal vez esta invitación pueda ser el inicio de una bonita amistad o tal vez el atisbo de algo más.
La busco por la sala ansioso, desesperado, sediento por un deseo que no encuentra recompensa en su butaca llena de vacío. Se ha ido. Cruzo a la carrera por el pasillo en dirección al vestíbulo con la esperanza de encontrarla aún allí, rezagada, preparándose para marcharse o paciente esperando el taxi que la lleve a casa. Pero es demasiado tarde ya, el cine está más vacío que nunca y las luces parpadeantes del neón se apagan al mismo tiempo que mi carrera de crítico de cine. Puede que haya ido a tomar una copa después de la película; me digo a mí mismo sin demasiada convicción.

Meto las manos en los bolsillos de mi abrigo y comienzo a caminar en dirección al bar de Tony, el único por aquí cerca que cierra de madrugada. La calle está desierta y ningún alma recorre sus aceras, se muestra tan hostil y fría como el bar de Tony el gordo, al que ya vislumbro a través de la sucia cristalera al final de la calle.
Abro la puerta y el estampido amarillento del cartel de se traspasa resuena como un trueno en la soledad del local. Tony ni se molesta en mirar. Está sumergido en la resolución del Sudoku del periódico y escribe los números en grandes trazos de tinta negra tan amorfos como él, manchas oscuras que parecen ser los únicos números que el viejo Tony es capaz de hacer cuadrar.
Como un viejo búfalo, Tony exhala un resoplido de satisfacción tras hallar un número del Sudoku y se digna en atenderme. Pido un whisky sin hielo y le digo a Tony que deje la botella. Sabía que iba a protestar, pero mis referencias a una nuestra amistad, que nunca ha existido, y un billete de cien terminan por acallar sus protestas.
Mantenemos una pequeña charla de cortesía que ninguno de los dos desea, y volvemos a nuestros propios asuntos: Tony a su Sudoku y yo a mi crónica.

Trato de hilar una buena crítica, y voy entrelazando frases una tras otra mientras bebo un whisky tan amargo y empalagoso como la propia crítica que sale de mi pluma. Estoy bien jodido y lo sé. Sólo un milagro puede salvarme. Pienso en la mujer del cine y me pregunto qué habría ocurrido de haber podido hablar con ella. Ultimo mi copa, y voy a servirme otra, cuando un nuevo estallido del cartel amarillento detiene mi mano a medio camino de la botella.
¿Sera posible qué sea ella? ¿Habrán sido mis suplicas escuchadas en ese plano superior que viene determinado por el azar? Giro la vista ávida en dirección a la puerta y la decepción nubla mi mente. Es tan solo un mendigo pidiendo limosna, y al que Tony se da más prisa en echar del que empleó para atenderme a mí.
Decepcionado me sirvo una nueva copa y rompo en mil pedazos la crítica que he escrito, porque como he comprendido al ver el mendigo en la puerta, en esta puta vida y al igual que en la película de esta noche, las segundas oportunidades no son más que una pura y dolorosa ficción.

Fundido sobre negro. THE END.

lunes, 14 de junio de 2010

LA CRÍTICA. (SEGUNDAS OPORTUNIDADES) PRIMERA PARTE


La película rueda lenta en el proyector, casi tanto como la acción que se desarrolla en la pantalla, mientras yo devoro por puro aburrimiento, unas palomitas con sabor a mantequilla que además de no saber a nada ni remotamente parecido a la mantequilla, están rancias. Puros grumos de maíz demasiado tiempo expuestos en la vitrina del "palomitero", (¿Se dice así?) y tostadas en las expectativas frustradas de reventar la sala, a merced del premio especial que el jurado de un desconocido festival independiente, de un pueblo tan remoto y lejano como éste en el que vivo, ha concedido a la película que hoy se proyecta y que no ha conseguido arrancar a nadie de sus casas, a excepción mía y de una menuda mujer que está sentada un par de butacas más allá de mi asiento habitual en la última fila.

Me aburro y desvío la mirada de la pantalla para observarla un momento, y descubrir con asombro que es la mujer más hermosa con la que me he cruzado nunca. Una hermosa melena oscura cubre parcialmente su rostro para ir a caer inmediata sobre sus hombros desnudos, como una sedosa cascada que invita a sumergirse entre sus brumas, con tanta violencia, que me impide volver de nuevo los ojos hacia la pantalla. Sigo observando fascinado, ignorante de la proyección, esa parte de su rostro que el cabello deja al descubierto. Es un espacio leve, un perfil mágico poseedor de unos labios firmes de sensualidad, y unos ojos intensos de un color indeterminado en la oscuridad de la sala, y que se enmarcan en unas ligeras arrugas incipientes que la hacen, si cabe, aún más atractiva... pero ¿Qué es eso que se desliza por su mejilla? ¿Es...? Sí. Es una lágrima. Una gota de sensibilidad que se escurre por su rostro inmóvil de estatua absorto en la proyección. ¿Qué me estoy perdiendo?

Vuelvo la vista a la pantalla, y apenas alcanzo a comprender su turbación. La película sigue tan lenta como al principio y lo que debería ser un momento de gran intensidad, en las manos de un director competente, es solo una escena vacía de contenido en la que la acción se abre con el plano fijo de una cocina pobremente amueblada, y en la que vemos a una pareja discutir acaloradamente en presencia de un niño de unos diez años, que come tranquilamente ignorante de los insultos, acusaciones y reproches mutuos que la pareja se lanza alternativamente. Es tan sólo una muestra de incompetencia, una más, del equipo técnico que renuncia así, de forma inocente, a esa carga extra de dramatismo que le habría proporcionado una cámara subjetiva, o en su defecto, un plano en picado. Más de lo mismo.

Dirijo de nuevo la vista a mi acompañante involuntaria, que no parece darle importancia a estos defectos tan evidentes, pues centra su atención en cada detalle de la película totalmente ajena a este cine, al mundo exterior e incluso a mí, tan cercano a ella y a la vez tan lejano y desconocido, que por un instante dudo en pensar que tal vez aquí lo único real sea la película, y yo simplemente un mero figurante sin dialogo, en este absurdo guión barato que alguien ha dado en llamar vida.

La mujer es hermosa. Muy hermosa. De una belleza tan vibrante que contrasta de pleno con la decadencia de este viejo cine en horas bajas. ¿Qué motivos puede tener alguien como ella? Sofisticada y elegante. ¿Para venir a esta cueva de solitarios y último refugio para borrachos nostálgicos, que como yo, no tienen un lugar al que llamar hogar? Sus motivos son una incógnita para la que no encuentro una respuesta, y me centro en mis propios pensamientos, en los motivos que me encadenan a esta butaca gastada y en la petarda de Hanna Pizpireta.

¡Maldita Hanna Pizpireta y sus putas películas edulcoradas para adolescentes! ¿Cómo iba a suponer yo, que una actriz sin ningún talento, a excepción de unas enormes tetas que trata de disimular para seguir explotando la gallina de huevos de oro en su eterna adolescencia, pudiese tener un club de fans en este puto pueblo de borregos? Y aun menos podría haber adivinado, que precisamente, la presidenta de dicho club pudiese ser la consentida hija de mi “admirado” jefe, el señor Morris. De haberlo sabido no habría escrito lo que escribí… ¿o puede qué sí? El caso es que ya es demasiado tarde para dar marcha atrás, y lo que escribí bien escrito está. Venía diciendo algo así como que la tal Pizpireta, sólo es una niña bien sin nada que ofrecer al mundo del cine, una estrellita caprichosa con una visión totalmente distorsionada de la realidad, y que si alguna vez, un productor loco o tan podrido de dinero como para enterrarlo en su mierda de filmografía le proponía rodar una segunda parte de su Modernísima Cinderella , tal vez la estrellita, debería aventurarse fuera de los muros de su lujosa mansión de Beverly Hills, y documentarse un poco entre las prostitutas y los camellos de los bajos fondos, ya que así al menos, además de descubrir que las cenicientas modernas no se visten con ropa de marca, ni llevan caros maquillajes en sus bolsos de Gucci, podría copiar alguno de sus modelitos y mostrarnos algo de esos pechos, que tan mal disimula bajo toneladas de ropa, para ofrecernos algo de entretenimiento y justificar parte de su astronómico sueldo.

¡Joder! ¡La qué se monto por decir únicamente lo que piensan todos esos papás que van al cine con sus hijitas, y que no se atreven a decirlo en voz alta por miedo al qué dirán! ¡Pero por Dios! ¡No hay más que mirarlos a los ojos para entenderlo! Ahí están, llenando los cines como babosos hipnotizados ante el movimiento oscilante de arriba-abajo de Hanna, y comiéndosela avariciosos con la mirada mientras alternan bocados de lujuria con los puñados de palomitas que comparten con sus amadas hijitas.

Aún resuenan en mis oídos los sollozos histéricos de la hijísima a través del teléfono hablando con su papá, y las palabras con las que el señor Morris, alternadas con miradas de odio hacia mí, trata de apaciguar a su niñita.

- Sí, cariño… No, cariño… Está bien cariño, pero deja de llorar. Hablaré con el hombre malo… Siiiií. Te lo prometo, pero deja de llorar. Claro que siiii. ¡Eres lo que más quiero! Ya lo sabes. No llores más. Te… Siiiii. Te prometo… Siiiii. A Hollywood a conocer a Pizpireta. Está bien. Yo también te quiero. Mucho. Hasta dentro de un ratito cariño. Adios, adios. Otro besito también para ti.

He de reconocer, y aunque esto no diga mucho a mi favor, que fue una escena surrealista, casi cómica, el escuchar las suplicas con las que el señor Morris trataba de aplacar a la fiera de su hija. Y el ver como el viejo león se sometía de esa forma a los caprichos de una niñita, hasta el humillante punto de recurrir al chantaje en la forma de una promesa de viajar a Hollywood a ver a Pizpireta, formó en mi mente la imagen del viejo en Hollywood, saltando de tienda en tienda, cargado de bolsas y en bermudas con su ridículo peluquín escurriéndose de la sudorosa cabezota, mientras corre detrás de su hijita y le suplica inútilmente que pare por favor esa consumista sangría de la Visa Gold del semanario. Y si en ese momento no solté una sonora carcajada, fue únicamente porque sabía que nada mas colgar el teléfono, la siguiente persona con la que hablaría el señor Morris era yo, y que conmigo no emplearía un tono tan cariñoso.

¡SEÑOR WORST! ¡DEJE AHORA MISMO LO QUE QUIERA QUE ESTÉ HACIENDO, Y VENGA A MI DESPACHO INMEDIATAMENTE!


¡Usted no es nadie aquí! -- me dijo-- ¡Si lo mantengo en este puesto es por respeto a la memoria de su padre! ¡Un hombre trabajador, de moral intachable y una educación exquisita, que usted no parece haber heredado! ¡Así que honre su recuerdo, póngase las pilas, y no dude de que me no temblará la mano en el momento de firmar su carta de despido, sino cambia su actitud! Sin embargo, mi conciencia me dice que sea generoso y que le conceda una enésima oportunidad. ¡Así que no la desaproveche! Déjese de paparruchas, olvídese de esa visión oscura y perniciosa que parece tener del mundo, y escriba algo acorde a los ideales de este semanario. La señorita Perry le dará los detalles. Eso es todo, ya puede retirarse. Y no. No me dé las gracias. Déselas a los buenos momentos que en el pasado disfruté en compañía de su padre. Buenos días.


Los ideales de ese semanario. ¿Y qué ideales son esos? me pregunto ¿La de un mundo rosa donde todos son felices y en donde las desgracias siempre le ocurren a otros? Está bien. Fingiré si eso es lo que se espera de mí y de mis genes, y seré tan hipócrita como el propio señor Morris y su pandilla de lectores mojigatos revestidos de santidad. El mundo es un lugar feliz y así se lo mostraré si así lo desean, al fin y al cabo, siempre es mejor que volver a mi antiguo empleo en la fábrica de conservas. Aunque ahora mismo optaría de buen grado por estar en la fábrica de conservas con tal de no tener que seguir viendo esta mierda de película.