Hijos de las sombras

jueves, 22 de enero de 2015

La caída

La caída fue dura y dolorosa. Al menos no me he roto nada, me sugería interiormente aún tendido sobre una capa invisible de hielo. El baile ridículo previo a la caída mientras trataba de mantener el equilibrio y creer, neciamente, por  momento que podría evitar la trágica situación casi fue lo más doloroso de la caída. Esa decepción con uno mismo y esa exhibición de torpeza tan mundana suele dejar huellas más profundas que un dolor lacerante en un codo herido y el pecho bien macerado contra un bordillo inoportuno. Más allá de lo físico este es un golpe demasiado cercano a la línea de flotación y es fácil que las defensas se resientan por ello. Me pregunto qué significado encriptado puede ocultar esta, tan solo en apariencia, inofensiva caída. ¿Qué está tramando el Karma y qué me tiene reservado, de qué me previene? ¿Es una advertencia? Qué frustrante el no saber. No recuerdo haber hecho muchas canalladas últimamente y procuro ir siempre por lo legal. Es cierto que en algunas ocasiones he tenido que ponerme rudo, pero así es este negocio, y tampoco fue para nada demasiado excesivo. Mi vida personal ha estabilizado el pulso y me siento más o menos tranquilo. Ahora sí creo estar haciendo las cosas bien. Aún así ha sido imposible una reconciliación total entre mis dos versiones y de alguna forma, en una reunión a tres bandas hemos alcanzado una especie de consenso. Y digo tres porque ahora me siento como un hombre nuevo…  ¿Entonces por qué? ¿No es suficiente? El camino del Zen es misterioso. En fin. 


 Un camino extraño en cualquier caso, sea lo que sea lo que me impulsa a vagar por él. Todo bien diferenciado y divido en un perfecto equilibrio como el ciclo de noches y días. Las mañanas son ese mar en calma que no anuncia tormenta, café tempranero y repaso a la prensa antes de encerrarse durante unas horas en el gimnasio del pueblo. Hacer pesas, carrera continua y el tour imaginario en bicicleta estática, sudar las frustraciones en chorros salados y quemar las malas vibraciones con las pulsaciones al límite, para finalmente alcanzar un semi-clímax en una sauna reparadora a solas con unos pensamientos adulterados por la explosión de endorfinas.

 Bien, así son las mañanas fantásticas de la uno, esas en las que el  móvil permanece apagado y estoy lejos de los dientes cariados y los ojos enormes siempre suplicando y perdiendo la dignidad. Mala suerte.  La vida es un tren de mercancías que no se detiene ante nada y si optas por quedarte quieto en mitad de la vía terminará por arrollarte. Y ahí se acaba la mañana, con el tren silbando y la mitad pacifica de mi nueva vida dejando paso al camel a pecho descubierto y a la versión b de Jota. 

Enciendo el móvil y atiendo el aluvión de whatshaps que se avecinan. Toca enfundarse el uniforme de trabajo y empezar a mover dinero para llegar a fin de mes. Son tiempos difíciles y en el pueblo se respira el ambiente de una niebla depresiva, una pandemia de frugalidad y gasto contenido en el que los billetes brillan por su ausencia. Algo evidente a los ojos de cualquier neófito que mire en el interior de los bares vacíos, las tiendas desiertas o simplemente a lo largo de las calles lánguidas. Pero no todo se ve a simple vista, este pueblo también tiene una versión b y un lado oscuro oculto a las miradas indiscretas de la luz del día, se situa en los márgenes de la fiesta y en las horas más fugaces de la noche. Son las horas de la cocaína y el desfase hasta donde el cuerpo aguante. Aquí si hay dinero. Billetes gordos y lustrosos pagando casi con veneración al precio exigido por el pujante oro blanco. La tierra de los pillos y donde mi versión faustica se mueve como pez en el agua y haciendo encajes de bolillos con el karma para recatar mi alma de tan pérfido pacto. Y mientras cuento los billetes me pregunto: ¿Qué será será? Se verá.