No deberías estar aquí. Eso fue lo primero que pensé cuando te vi traspasar el umbral de la habitación 308 del hospital oncológico Nuestra Señora de la Merced. Estabas preciosa; tal como te recordaba. Igual de bella como la última vez que te había visto en ese otro umbral, en ese otro tiempo lejano ya, despidiéndote de mí sin lágrimas en los ojos y sin dudas en el corazón. De mí no podía decirse lo mismo. Dos años en las cloacas, casi el doble del tiempo que habíamos pasado juntos, dan para mucho. Desde tu partida, pasaba las noches atracado en el puerto de una botella que llevaba tu nombre por única etiqueta, un puerto sin protagonistas, de sonrisas vacías y la única compañía de prostitutas anónimas, cuyos rostros maquillados solo eran vulgares mascaradas, bizarras, crueles y deformes de tu propio reflejo. Nada más que cuerpos vacios a los que arrancaba falsos gemidos ahogados de obscenidad y lascivia, mientras sollozaba silenciosamente a la par que buscaba en la destrucción física y en la degradación moral, una penitencia de autodestrucción impuesta que me permitiese ahogar el dolor de tus recuerdos de una forma permanente que nunca llegó. Por las mañanas, al despertar, me revolvía sudoroso, inquieto, agitado, buscando entre las sábanas de forma inútil ese hueco vacio que habías dejado en la cama que una vez habíamos compartido, aun sabiendo que no te encontraría, y me preparaba para ver surgir de entre las brumas de la resaca esas fantasías inútiles, de lo que podía haber sido y ya nunca sería. De ese pasado, de nuestro pasado, emergían los recuerdos pestilentes e hinchados como cadáveres a la deriva fruto de un naufragio alcohólico. Cerraba los ojos de nuevo intentando en vano volver al sueño y enterrar esos recuerdos en el consuelo de la inconsciencia. Pero era inútil, mis parpados invisibles y sin materia se negaban al sueño y filtraban las imágenes fantasmas de tu presencia extinguida, los cerraba con más fuerza y te seguía viendo, dulce, preciosa, sonriente mientras te cepillabas tu hermosa cabellera de noche eterna y me lanzabas un beso a través del espejo. El dolor se volvía punzante, insoportable y voraz haciendo que me levantase como exhalación en tu busca con la esperanza desesperada, de que todo hubiese sido un horrible sueño y hallarte alegre en la cocina preparando el desayuno con tu sonrisa encantadora. Mas no estabas, nunca estabas, nunca volverías y nada quedaba ya, salvo el vacio y los restos silenciosos de la decadencia de la noche anterior.
CONTINUARA...
