
Mi realidad ha sufrido un vuelco más
que espectacular en los últimos meses. He vivido en un periodo muy
oscuro donde reinaba el kaos y un modelo de autodestrucción más o
menos moderado, durante el cual se sucedieron una serie de vivencias
bastante interesantes, y que se salían un poco de los cauces de lo
que se considera más o menos normal. He visto situaciones extrañas
y me he metido en algunos follones pasajeros de los que he salido más
o menos bien parado, he hablado con gente extraña y he entendido,
alcanzando bastante claridad, algunos aspectos siniestros de un mundo
soterrado en la inquina de los prejuicios. Hablando en plata, he
pasado a un nuevo nivel, he derrotado al terrible monstruo guardián
del nivel uno y sigo avanzando... ¡Up! Cabriola pixelada y bonus
extra. La barra de prejuicios se vacía y yo camino por un nuevo
nivel matando bichos y ligero de la carga de tener que juzgar a
nadie. Es muy pesada carga. Que cada cual haga lo que quiera. Todo es
indiferente. Yo a lo mío, que es seguir matando marcianos y llegar
al último nivel y salvar a la princesa. No comeremos perdices, pero
pienso encerrarme una semana con ella en el torreón del castillo y
hacer que nos traigan a la cama comida y agua. Después nada, una
versión para adultos del final de esta historia y el observar como
se disuelven en el silencio las volutas de un cigarro postcoital. El
sonido de un suspiro que brota del pecho de una princesa atrapada en
mi lecho, y preguntarse: ¿Quién ha salvado a quién?
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