Quién lo iba a decir. Cuando mejor
estaba, cuanto más feliz estaba gracias a las fantasías elucubradas
por mi mente, menos motivos tenía para escribir. Instalado en una
especie de rutina hipnótica en la que solo me dedicaba a aguantar y
fantasear, los días pasaban extraños, envueltos en volutas de humo
y paraísos artificiales. La resignación aceptada estaba ahí, el
pacto entre mis dos naturalezas parecía funcionar y todo marchaba
más o menos bien. Esquivando los problemas y tragando grandes dosis
de orgullo llegué a entender que la cosa funcionaba; mi lado oscuro
callaba, yo pasaba de todo y al día siguiente todo volvería a
comenzar. Un día trabajado y uno cobrado. Mañana hay que volver. Tú
aguanta.
Y así día tras día, viendo, callando
y observando, siendo apuñalado y sometido a ciertas situaciones que,
a mi entender, atentan contra la dignidad humana y sin necesidad de
salir de nuestras fronteras, de pronto me encontré que de la nada
había pasado al todo. Demasiada presión durante demasiado tiempo.
La caldera está al rojo. Todo estaba a punto de saltar por los aires
y en ese momento yo sabía que ya era demasiado tarde para mí. El
todo o nada.
Aunque todo eso es mierda. El pasado es
mierda. Y la mierda seca no huele. Me importa un comino las
zancadillas o los follones con los que me encontré en el pasado. No
hay vencedores ni vencidos. La lucha es conmigo mismo y este
sentimiento de ira que por muy muerto que parezca siempre termina por
imponerse y joderlo todo. Pero... ¿ Y ahora qué? Una vez adentrado
en la guarida de la bestia ya no es posible volverse atrás. Me da
igual. Tampoco lo querría, detrás de mi solo queda tierra quemada
y recuerdos inventados. Menos malos.
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